22 enero 2012

Canta Jesús el Toro: Mapping Spanish Poetry.

Este libro me encontró por fin porque alguien me lo puso ayer en las manos. Porque alguien lo tomó de entre sus manos para que cumpliera su deseo: no ver la luz hasta después de su muerte, y sólo cuando Federico y los poetas del 27 y del 36 hubieran sido editados y devueltos.

Porque alguien se empeñó treinta años después de su muerte en cogerlo en sus manos y editar textos sueltos, dibujos hechos por las manos que custodiaron el manuscrito de los manuscritos: el que quedó en una mesa de Cruz y Raya, el que rescató a pesar de los bombardeos Pilar Sáenz de García Ascot.

El Registro de Extranjeros del Servicio de Migración de Cárdenas tras su llegada en el buque Flandre con José Gaos, filósofo, José Medina Echavarría, sociólogo, Pedro Carrasco Garrorena, científico, y Adolfo Salazar, músico, registra así la filiación del interesado:

Oteyza, Jesús de, N-121171, se expide el 15 de julio 39, entró en Méjico por Veracruz 1 junio 1939, inmigrante por un año, refrendar a juicio de esta Secretaría, constitución fuerte, estatura 1'80, pelo castaño claro, ojos grises, nariz recta,  mentón recto, barba no usa, señas particulares, cojea de ambos lados, soltero, abogado, español, religión ninguna, raza blanca, habla inglés y francés, lugar de residencia Insurgentes, 257, 24 años,   firma,  exiliado: sí.

Por eso está conmigo el  joven perdido   el esenita   el del bastoncito   el que lee sin parar y lo pregunta todo   el salvaje de raza blanca   el que firma todo lo que sea comprometido  el de segunda fila   el del alma muerta    el que tiene más clavos que Cristo.  Jesús el Toro. 

De lo mejor, lo que dice de sí mismo y por qué orden lo dice en el único texto fechado (1967), no hablaré más. Es el autorretrato más verdadero que he leído, y basta para otorgarle lo que es suyo por derecho: un estado, una condición, una manera de estar en el mundo, casi una potencia del alma: ser escritor.

El benefactor de Bergamín en Séneca, el niño accidentado a los catorce años en el asiento trasero del automovil que segó la vida de sus hermanos, el de las manos de pianista, dibujaba más como Federico y Moreno Villa que como Alberti. Miraba más como Max Ernst. Escribía más como Paul Nougé. Y como cualquiera de nuestros contemporáneos que como los suyos. Con sentido del ritmo.  Con sentido del humor.

Por eso es un placer que La Luz Roja haga volver la nave y le escuchemos decir:

¡No!
No lo sé
cuernos
pestañas
nariz
orejas
codos
manos
pendejos
carajo
rodillas
pies
no sé
si hombre
 o escalera 

Nos permita oir su amor; tan tangible como su desamor:

Yo perdí mi corazón
y tú lo pisoteaste
y se lo echaste a comer/
al perro que dicen
que está en la puerta del infierno:
le oigo gruñir a lo lejos. 

Como Garfias, habló de la guerra, pero qué distintas tonalidades:

Ese hombre arborescente
de la tierra y la mar,
ese viento que enciende la llama y las estrellas
esa arboleda oscura,
enarbolada
de cuernos enfurecidos y banderas
y esa paz
de la muerte en la guerra.

Dejaré aquí esta autopsia. No es justo. Dejemos a la poesía con la poesía, no sin antes dar las gracias a quien lo puso en mi mano, Eduardo Jiwnani, el esenita, el del bastoncito, el que lee sin parar y lo pregunta todo, un editor nada común:

Al llegar a su fin tu vida
no puedes volver la hoja,
no hay impresión.
Naciste en el mar
y eres una edición pirata.